25 CHEFS INTERPRETAN OBRAS MAESTRAS DEL THYSSEN EN CLAVE GASTRONÓMICA
EL THYSSEN EN EL PLATO
El Museo Nacional
Thyssen-Bornemisza ha mostrado siempre interés por el mundo de la cocina. Por
un lado, ofrece desde hace tiempo al visitante un recorrido gastronómico a
través de algunas obras de la colección permanente; por otro, la Tienda del
Museo ha desarrollado la línea Delicathyssen en la que se incluyen productos
locales de excelente calidad (aceite, chocolate, vino, conservas…). A partir de
ahí, surge la idea de realizar una publicación de carácter culinario; un
extraordinario recetario configurado por 25 platos ideados por otros tantos
chefs españoles de renombre; un diálogo entre arte y gastronomía; un viaje a
través del gusto, entendido como sentido y como estética. Los chefs
seleccionados han recorrido las salas del Thyssen buscado inspiración en una
pintura del museo. Cada uno de ellos ha elegido una obra y realizado una
receta. No se ha buscado una traslación literal de la obra al plato, sino una
inspiración que pudiera aparecer a través del tema de la obra elegida, la
textura del material utilizado por el artista, los colores.
Cada cocinero explica, en un
breve texto, por qué ha elegido esa obra y qué elementos del cuadro le han
llevado a crear ese plato. Después está la elaboración de la receta con el
listado de ingredientes, acabado y presentación. De los Chefs participantes y de
sus obras de la colección elegidas por cada uno de ellos, me gustaría destacar
por su originalidad y buen hacer a
JUAN MANUEL DE LA CRUZ – Joan
Miró, Pintura sobre fondo blanco, 1927
Entre las deliciosas sátiras de
Borges y Bioy Casares en sus Crónicas de Bustos Domecq, hay una (“Un arte
abstracto”) que pretende ser una historia de la cocina de vanguardia en el
siglo XX. Una historia apócrifa e irónica, por supuesto. En busca de una cocina
puramente culinaria, por fin emancipada del aspecto visual y de los “platos
bien presentados”, el pionero Pierre Moulonguet reduce todos los alimentos a
“una grisácea masa mucilaginosa”. Otro avanzado, un tal Darracq, dará un paso
aún más radical: en su restaurante sirve platos con sus colores de siempre
pero, en el momento decisivo, con un gesto duchampiano, apaga la luz.
Los chefs que han participado en
este libro no son de la escuela purista de Moulonguet y Darracq y nos ofrecen
un fantástico despliegue de la cocina como arte visual, a través de una
asombrosa variedad de maneras de servir el Thyssen en la mesa. Algunos de ellos
crean réplicas muy literales del cuadro en el plato; Carme Ruscalleda
recomienda incluso un plato rectangular “para recrear con más detalle” un
Moholy-Nagy. O Paco Torreblanca con su tarta kandinskiana. A veces la afinidad
se concentra en una técnica, como el dripping pollockiano de Sacha Hormaechea.
O en un detalle en trompe l’oeil, como la piel de tigre de un cuadro de Dalí
simulada con tinta de calamar sobre láminas de boniato fritas por Roberto
Martínez Foronda. A todo esto, hay casos de heterodoxia manifiesta, como el
“Mondrian” de ostras de Juan Mari y Elena y Arzak donde juega un gran papel el
color verde, rigurosamente proscrito por Mondrian, qué escándalo. Pero la
conexión entre cuadro y plato no tiene por qué ser el color ni la forma. La
mejor “traducción” de un paisaje boscoso puede ser un plato de setas, según
demuestran en sus respectivas creaciones Víctor Arguinzoniz y Paco Morales. El
reverso de la cocina como arte visual sería la pintura como arte gastronómico.
¿A qué saben los cuadros? Los cuadros producen emociones y la tarea del
cocinero, como dice Samy Alí, es “trasladar emociones a sabores”.
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